El proceso político y militar de la Independencia, proyectó dos figures de gran magnetismo, desprendimiento y gemelos de la tragedia: Francisco del Rosario Sánchez, el héroe de la Puerta de El Conde, y Antonio Duvergé, el Centauro de la Frontera. Ambos republicanos, honestos y valientes, que después de dedicar sus vidas a la causa del pueblo dominicano, terminaron frente a un pelotón de fusilamiento, luego de juicios militares sumarios y amañados, organizados ambos, pelotón y corte militar, por la mano siniestra de Pedro Santana, el primer Atila de nuestras luchas políticas y el Verdugo de su patria.
En el año de 1807, en las plantaciones cañeras de Hormiguero, Mayagüez, en la vecina Puerto Rico, nació Antonio Duvergé. Sus padres, José Duvergé y María Juana Duval, de origen francés, habían emigrado de la antigua colonia de la parte Occidental de Santo Domingo, huyendo de la matanza de blancos que desde el inicio de la revolución francesa se había desarrollado en ese lugar. Todo parece indicar que el padre era blanco y la madre mulata. De Puerto Rico regresaron a Santo Domingo estableciéndose en 1808 en la parte oriental, en la villa de El Seybo, durante el mandato colonial del General Ferrand que había invitado a los franceses para que se establecieran en esa parte de la isla. En esa comarca pasó la infancia de Antonio Duvergé, trasladándose más tarde a San Cristóbal. Transcurría entonces el período de la ocupación haitiana que había comenzado en 1822, cuando Juan Pedro Boyer unificó los dos pueblos bajo su mandato.
En la villa de San Cristóbal en agosto de 1831, a los 23 años de edad, contrajo matrimonio con María Rosa Montás, con la cual procreó siete hijos: cinco varones y dos hembras preciosas. Se dedicó a la agricultura, ganadería y el corte de maderas. Sus negocios le obligaron recorrer la parte sur del país, si así podía llamarse, a los que dentro del pobre escenario material, estaban dedicados a las actividades productivas durante los años de la ocupación haitiana. Al finalizar la década de 1830 Duvergé, conocido por el apodo de “Búa”, era el más popular de los hombres de la comarca y, al mismo tiempo, respetado por su valor, integridad y cabal.